jueves, junio 28, 2012

Ocaso y amanecer

24 de junio de 2012, Ángel de la Independencia, Ciudad de México. La tercera marcha en repudio a Enrique Peña Nieto está por terminar, algunos estudiantes se organizan ya para dirigirse a Televisa Chapultepec, pero el grueso de los manifestantes ya se ha dispersado.

En las bancas de las semi rotondas que rodean al simbólico monumento, la gente se sienta a descansar. Se lo merecen. En las últimas semanas se han realizado múltiples marchas y mitines en repudio al régimen que se quiere imponer, incluida la que exigió justicia para las víctimas, y para sus familiares, de la Guardería ABC. Sentado, a la sombra de los árboles, veo a un anciano con temblores incontrolables en las manos, evidentemente enfermo del Mal de Parkinson. Desaliñado, con ropa luida, canoso, de piel curtida y cobriza, carga a cuestas su difícil vejez. Junto a él, una joven rubia bien vestida, apenas adolescente, se afana en ayudarle a tomar su medicina. El contraste entre ambos es evidente, por lo que me acerco a averiguar qué sucede. El viejo habla con extrema dificultad, me es imposible entender qué dice, pero ese obstáculo lo ha superado aquella jovencita: le responde con naturalidad y continúa una plática que para mi es monólogo.

Preguntando, me entero de los detalles de la historia: el señor vino a apoyar la marcha porque quiere un México mejor. Dadas las enormes dificultades con que camina y habla, simplemente se sentó a apoyar con su presencia a los manifestantes, silencioso, anónimo. Previsor, se compró un mango en rebanadas para refrescarse, mismas que le sirvieron en una bolsa plástica. Sus manos, casi ajenas, luchan por abrirla. Fallan una, y otra, y otra vez. Son incapaces de despegar las dos hojas de plástico que forman la boca de la bolsa. Junto a él está sentada la joven que también vino a la marcha, quien al darse cuenta de sus dificultades se ofrece a ayudarle. Abre con facilidad el improvisado recipiente, y se lo devuelve al viejo, sólo para darse cuenta de que a éste le es imposible llevar el alimento a su boca, sobre la que también tiene poco control debido a sus males. Sin más, la joven toma el endeble tenedor de plástico y empieza a alimentar al veterano, solitario, silencioso manifestante. Se inicia el diálogo, el mismo que para mi es incomprensible, entre dos generaciones muy lejanas en muchos aspectos. Entre la multitud pasa un vendedor de aguas frescas y el viejo le hace una seña a la joven: tiene sed. A los pocos instantes ya la está combatiendo gracias a un agua de horchata que la púber samaritana le ha comprado.

Tras el frugal banquete, el anciano saca una bolsa de medicinas. Es evidente que también necesitará ayuda para tomarlas, así que la espontánea enfermera atiende las indicaciones de su paciente y le proporciona las dosis de los medicamentos necesarios. El fatigado y enfermo mexicano ya ha pasado de las tímidas sonrisas a las francas carcajadas, se le ve feliz dentro de su adversidad: su esposa ha muerto hace pocos años; la raída playera del PRD que porta hoy le pertenecía a ella; tiene dos trabajos, a pesar de lo cual, gana muy poco dinero, el que no le alcanza para adquirir las medicinas; vive ayudado por vecinos y almas bondadosas, pues su incapacidad física le impide hacer las cosas más simples.

La compasiva adolescente le dice que ya tiene que irse, por lo que se despiden con amplias sonrisas. Alcanzo a enterarme que ella estudia en la Prepa 6 y es #YoSoy132.

Me entretengo entre la multitud. Ya a punto de retirarme, veo al anciano caminando lentamente sobre Reforma.

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