jueves, octubre 28, 2010

Salvarse salvando a México

Dejemos a un lado los 30 mil muertos que acumula el inquilino de Los Pinos.

También dejemos a un lado la falta de sensibilidad del gobierno deferal ante las muertes de los inocentes, cuyo único error fue estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ignoremos, si es posible, los miles de deudos; las cicatrices que la infancia mexicana deberá sobrellevar durante generaciones al atestiguar involuntariamente la violenta muerte de una o varias personas, el terror a salir a la calle, la pérdida de la inocencia de la manera más brutal.

Intentemos también, quizá sin éxito, ignorar la falta de oportunidades a la que se enfrentan miles de jóvenes, a los que ahora se le llama Ni-nis, o simplemente Ninis (Ni estudian ni trabajan).

Supongamos entonces que la mal llamada guerra al crimen organizado, especialmente al narcotráfico, era necesaria. Intentemos conceder que la estrategia es la adecuada, o por lo menos dejemos de señalar las pifias y omisiones por un breve tiempo. Asumamos que no quedaba de otra, y que ésta es la única manera de enfrentar al tráfico ilegal de drogas. Hagamos caso omiso de la responsabilidad de terceros, como la de los países productores de enervantes y la de las naciones consumidoras. Pasemos por alto el inacabable trasiego ilegal de armas que proveen con eficacia a los cárteles de un poder de fuego contundente y letal. Aceptemos, pues, por un momento, que se está haciendo lo correcto.

Instalados en la vena generosa, ingenua, podemos entonces asombrarnos de lo que se vive en el país. Y no es poca cosa: municipios y poblaciones enteras sin policía debido a que los efectivos renunciaron atemorizados o fueron asesinados por el "enemigo"; avanzamos, o sería mejor decir que retrocedimos, de las matanzas y levantones de individuos o pequeños grupos de 3 a 5 personas (casi siempre con carreras criminales) a las masacres de jóvenes multitudes en fiestas, establecimientos comerciales o en la calle; y peor aún, camiones repletos de mujeres trabajadoras son atacados con ráfagas de armas automáticas, como sucedió hoy en la madrugada en la martirizada Cd. Juárez. Por alguna razón que no acabo de entender los adictos en rehabilitación se han convertido en víctimas propicias de los sicarios, quienes los matan por decenas de una sola vez. Por su espectacularidad y derroche de logística, los bloqueos en Nuevo León ocupan un lugar especial en el recuento de atrocidades que flagelan, insultan y someten a los ciudadanos. Para poder llevar a cabo sus actividades delictuosas con plena tranquilidad, los narcos bloquean con camiones robados o secuestrados, de todo tipo, las principales arterias adyacentes al lugar de los hechos. De esta manera buscan retrasar la llegada de las fuerzas policiales para evitar que se aprieten gatillos, se lanzen granadas y se seguen vidas con totales impunidad, deshumanización y éxito. No hay punto de la geografía nacional que se salve de los zarpazos, ocasionales o consietudinarios, del narcotráfico: Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, las Californias, Morelos, Veracruz, Nuevo León, Sinaloa, Jalisco, Sonora, Chihuahua, Tabasco, y para no hacer extenuante la lista, el mismo Distrito Federal, asiento de los poderes federales y capital del país.

Los expertos llaman la atención sobre el hecho de que los mercenarios son cada vez más jóvenes. Durante décadas también han alertado del tejido social que traman los traficantes de drogas con la población, proveyéndoles efectivamente de alimento, protección, apoyo económico, social y hasta político. Hasta hace poco la justicia del narco era reservada a sus miembros, con pseudo códigos éticos que respetaban a la población civil así como a las autoridades locales. Sin contrapeso, debido a que las instituciones mexicanas han sido desbaratadas a fuerza de infiltración y corrupción, las bandas criminales pelean ya sin reglas, sin controles, sin mesura, sin excepciones. Incluso el desprestigio de la Iglesia Católica, centenario fiel de la balanza entre el bien y el mal, ha contribuido al imperio del caos, del horror, de la fuerza bruta. Siguiendo el ejemplo de depredación de políticos, empresarios y autoridades, los narcotraficantes han borrado todo límite, han perdido los tradicionales valores, por llamarles de algún modo, de los criminales. Figuras míticas y románticas como Juan Charrasqueado, Gabino Barreda o el mismo Robin Hood han sido arrumbadas, siendo sustituidas por la Santa Muerte, patrona sincretizada de bandoleros, ladrones, asesinos, traficantes y, más recientemente, de los jodidos, los descamisados como han gustado de llamarles los oligarcas más poderosos de México.

La cultura popular ha sido remplazada por nuevos usos y costumbres. Emasculadas, capadas, castradas, desfiguradas, mutiladas, las políticas educativas de los gobiernos neoliberales y de derecha han suprimido, recortado, compactado o empaquetado materias como Historia (de México y Universal), Ética, Civismo y Español. Enmascarar nuestro pasado, negarlo, oscurecerlo, nos priva del sentido de pertenencia, nos convierte en huérfanos bastardos, nos arrebata la identidad.

La Ley es hoy un marco de referencia de lo que debemos violar usando recursos legaloides, tecnicismos, aprovechando huecos y omisiones, anacronismos, o simplemente, apostando a la impunidad y la corrupción. La desesperanza, el desamparo, la indefensión campean sobre México, y ese es el caldo de cultivo de cosas terribles.

En estos días se transmite un mensaje por los medios de comunicación masiva en donde una de las instancias supremas de la justicia en México resalta la importancia de respetar la Constitución, destacando que es nuestro único instrumento para una convivencia pacífica. Sin quererlo, han dado en el clavo. La terrible situación que vivimos, incluida la guerra de Felipe Calderón, tiene sus orígenes en décadas de simulación: como que respetamos la Ley la Constitución. Sin la desfachatez de los tiempos actuales, ciudadanía y gobierno guardábamos las formas para que en el fondo pudiéramos ser transgresores impunes. Pero esa misma simulación establecía los límites de lo posible, delimitaba lo correcto de lo incorrecto; honraba, si se me permite decirlo así, ciertos valores. El escarnio público moderaba la depredación, frenaba la corrupción y moderaba los apetitos.

A diferencia de esas épocas, el cinismo, el descaro, la desfachatez campean en nuestros días. Nuestros políticos y gobernantes nos ponen el ejemplo de que se puede vivir sin moral, sin valores, sin conciencia. Así, tenemos muestras claras de hipocresía y falsedad, de insensibilidad e incorrección en las infaustas personas de Juan Molinar Horcasitas (quien ha transitado por los pantanos más hediondos manchando su plumaje y salpicando a sus mismo protectores) y Julio César Godoy Toscano (quien es inocente hasta demostrarle su culpabilidad, la que parece es muy vulnerable). No por nada México ha descendido 28 escalones en el medidor de corrupción de Transparencia Internacional desde que Felipe Calderón ocupa la titularidad del Poder Ejecutivo.

De esta manera, con añejos problemas y con nuevos retos, lanzarse a una guerra sin la mínima planeación no parece sensato. Y digo que sin la mínima planeación pues estoy convencido de que Felipe Calderón dudaba de su arribo al poder. Tras un controvertido conteo de votos, con los previos regaños y la oportunamente manifestada desconfianza de los barones del dinero neoleoneses de manera destacada, el michoacano se encontró con la Silla Presidencial, casi intempestivamente. Pocos meses después de su impugnada victoria, y a las pocas semanas de su escandalosa toma de protesta, el inquilino de Los Pinos anunció su guerra. El inicio de las hostilidades se dió en su natal estado para luego extenderse principalmente al norte del país. Son muchas las voces de los diferentes niveles de gobierno que han señalado que nunca fueron informados, mucho menos consultados, del lanzamiento de esta conflagración que nos ha convertido a todos en sospechosos de pertenecer al crimen organizado.

Menos sensato aún es porfiar en una lucha sangrienta sin atender los antecedentes históricos que han sido apretadamente esbozados aquí, así como ignorando las nuevas circunstancias. Concentrarse en medidas punitivas sin corregir las causas de lo que se combate es necio.

Cuando el imperio de la Ley ha sucumbido lo menos que se puede hacer es revisar las causas de tal colapso. Millones de personas sin policía o sitiadas por el hampa; regiones enteras del país fuera ya del control de las instituciones constitucionales, del Estado y del Gobierno; el aumento de la pobreza; la creciente cifra de Ninis; son solamente algunos de los síntomas de que algo no está funcionando o lo está haciendo muy mal. Tener un gobierno monotemático es mortal por necesidad para cualquier nación. Cuando un diario norteño apela a los criminales para solicitar instrucciones de lo que quieren que haga para ser dejado en paz solamente puede denotar la metástasis de un cáncer letal.

Los problemas de este país son muchos y han sido especialmente desatendidos por Felipe Calderón con su visión unidimensional de la guerra. Los torrentes de desempleados, de jóvenes sin posibilidades de futuro por falta de ofertas de trabajo y con una pobre preparación educativa (o de plano sin acceso a la educación) son la carne de cañón que la delincuencia está utilizando. La depredación de los recursos de la Nación, ejemplificados por amañadas licitaciones de frecuencias de telecomunicaciones o de antipatrióticas leyes de participación de particuales en actividades reservadas al Estado, o más recientemente en el reconocimiento pleno del desabasto de medicinas en el sector salud y la nula voluntad de combatirlo, optando mejor por un esquema de "vales" que solamente beneficiarán a empresarios del medio farmaceútico, mandan un mensaje ominoso y claro: la ley del más fuerte impera.

Así, aunque cerráramos los ojos a la violencia lacerante que nos azota, las evidencias del desmoronamiento del país son múltiples y gravísimas. De igual manera, lanzarse a la batalla sin haber considerado las circunstancias y el contexto fue suicida, por decir lo menos fuerte y lo más amable. Por desgracia lo hecho, hecho está. Sería irresponsable y superficial culpar a Calderón enteramente del desastre en que nos movemos, aunque éste deba encarar su responsabilidad histórica por sus yerros, pifias y omisiones. Pero la situación ya lo ha rebasado y amenaza peligrosamente con desbordar el Estado de Derecho mismo. La clase política se refocila en el chiquero de sus privilegios sin fin, al igual que la oligarquía. Esta kakistocracia no reconoce los peligros, y si lo hace, los ignora con el cinismo moderno que los obnubila. Es el momento histórico de que la sociedad actúe, so pena de perder por entero al país y enfrentarnos, quizá, a una balcanización que lo divida en por lo menos tres partes: el industrioso norte, el privilegiado centro y el empobrecido sur.

Es momento, pues, de actuar.

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