sábado, octubre 17, 2009

¡Y te vas de la casa!

Esta es la historia de un oscuro badulaque que casóse con una próspera, rancia e iletrada Señora, de prole numerosa producto de anteriores matrimonios, quienes le asestaban frecuentes desdenes y desafiaban su recién adquirida autoridad a través del matrimonio. Pero todo relato tiene un principio y un fin, así que comencemos a desgranarlo obviando todo prolegómeno.


Desde pequeño, Tinterillo soñaba con adquirir riquezas, reconocimiento y respeto, pues a pesar de no haber nacido en una mala familia, su precoz corta talla aguijoneaba su ánimo. Su infancia y juventud transcurrieron entre el tedio, la mediocridad y una rigurosa educación religiosa. Insatisfecho con su condición mediana, pronto abrigó grandes aspiraciones que de pronto le daban alas, y luego lo sumían en una profunda desesperación. Debido a esos frecuentes y súbitos cambios de humor, se juró no confiar en nadie, pues habría de demostrar que solamente él era capaz de hacer grandes cosas, a contrapelo de las enseñanzas de su tutor, quien muchas veces le recriminó duramente su testaruda desconfianza, vaticinándole que de no abandonar su tozudez tendría más amarguras que satisfacciones.


Una tarde, sus febriles ensoñaciones se vieron interrumpidas ante la visión de una gran Señora que se pavoneaba en la plaza del brazo de su marido en turno, pues era sabido que la matrona solamente permanecía casada por seis inviernos, o menos, si el desventurado esposo fallecía antes de ese plazo. En ese momento, Tinterillo se dijo: algún día yo seré quien lleve del brazo a esa mujer. Los inviernos pasaron, y Tinterillo porfiaba en cumplir su promesa: se instalaba en la plaza, ora vendiendo periódicos; ora sacando lustre al calzado de los pudientes; ora de fugaz saltimbanqui con la troupé circense que acababa de llegar al pueblo. La opulencia ajena lo acicateaba a no cejar en la empresa, por lo que una mañana tuvo un encuentro que cambió el rumbo de su existencia. Siendo ya un mozalbete altivo, durante uno de los acostumbrados paseos de la acaudalada Señora, esta vez acompañada por algunos de sus hijos, uno de ellos cruzó por casualidad una mirada con Tinterillo, y le llamó la atención el extraño brillo que emanaba de los ojos del mozuelo. Se le acercó para entablar una corta charla, cuyo contenido a la fecha nadie conoce, y acabó por ofrecerle trabajo como fámulo. El pintiparado púber estuvo a punto de rechazar, ofendido, el ofrecimiento, pero con una sagacidad poco frecuente, aceptó.


Así tuvo su primer acercamiento real al logro de su objetivo. Con el pasar de los años, Tinterillo logró dar pequeños pasos en la jerarquía de la comitiva de la próspera Señora, lo que le llevó al siguiente encuentro que determinó el derrotero de su vida futura: cruzó caminos con una hija de la Señora, una frondosa mujer pasada de carnes, que se esforzaba por parecer virtuosa y gozaba abundantemente de las deferencias de su madre. Casi de inmediato, nuestro personaje albergó una fuerte aversión hacia ella, pues la consideró licenciosa, holgazana, mantenida, simuladora, ostentosa, poco piadosa, dispendiosa y manipuladora. Se dedicó a vigilarla, y como resultado de ese acoso, la conoció mejor. Consideró que los múltiples y onerosos privilegios de los que gozaba aquella hija no se correspondían ni de lejos con sus escasas virtudes. Esa repulsión creció con el tiempo, abonada por los problemas, disgustos, y vejaciones que sufrió a manos de la numerosa progenie de la Señora. En vez de responder a las afrentas, concentró su amargura contra la Hija, culpándole de todos sus males, sin entender que su calidad de chupatintas al servicio de la Señora era consecuencia de su poca preparación, a despecho del no del todo noble linaje al que él pertenecía. Sin reparos, sin remilgos, sin reservas, alimentó el odio que sentía por la Hija, pues sin darse cuenta, ella era como un espejo que le recordaba constantemente su pequeñez moral e intelectual.


Según los relatos más confiables, un día la Señora viajó con su comitiva y esposo al centro del país, con la intención de visitar a uno de sus hijos, hacía tiempo afincado allá. Este Hijo era el mismo que varios años atrás le había abierto a Tinterillo las puertas de su hogar, al tenerlo a su servicio como doncel durante una corta temporada. Con el transcurrir de los días, nuestro procaz muchacho pudo conversar ampliamente con el Hijo alrededor de un tema que a éste le obsesionaba: el alejamiento con su madre debido a las pugnas con su actual padrastro y a los devaneos inmorales de su madre con sus anteriores maridos. Dispuesto a no seguir soportando los caprichos de su progenitora, el Hijo concibió un plan al poder adivinar las ambiciones de Tinterillo gracias a las largas tertulias que compartieron: haría hasta lo imposible por convertirlo en su padrastro para luego disfrutar sin freno ni medida de la ya declinante riqueza de la Señora.


Sin pausas, el Hijo formó un ejército de intrigantes Celestinas, Don Juanes y Cyranos que le ayudarían a llevar al tálamo a Tinterillo. Se sucedieron, sin fin y con éxito, los complots, trampas, engaños, sobornos, intimidaciones, transas, difamaciones, componendas y demás armas de un nauseabundo arsenal que concluyeron con el "sí" de la Señora en el altar, a pesar de la fuerte oposición de muchos familiares, amigos, cortesanos y gran parte del populacho. Pero las penurias del antiguo sirviente apenas comenzaban. Ya le llamaban "Señor", ya recibía reverencias, ya era convidado de bacanales y banquetes, pero irónicamente, esto solamente le recordaba su mínima estatura moral, su ínfimo barniz cultural y su nula preparación para codearse con la crema y nata de la sociedad. Además, las exigencias de quienes le habían ayudado a llegar al ansiado lecho nupcial le agobiaban con sus demandas, pues le amenazaban con ensayar las mismas tácticas que emplearon exitosamente para eliminar a sus adversarios si no recompensaba con creces sus infames diligencias. Para enredar más las cosas, lejos de aminorar las vejaciones que los hijos de la Señora le propinaban, éstas crecieron, con el argumento de que el respeto que su nuevo padrastro exigía no se lo había ganado. Tantos infortunios, a pesar de haber cumplido su promesa, lograron volver más amargo su carácter, más ácido su talante y más autoritario su ánimo.


La relativa paz y la frágil armonía que durante décadas habían reinado en la casa de La Señora empezaron a desvanecerse. Tinterillo empezó a descargar sus frustraciones en sus hijastros, al igual que con cuanta persona se cruzaba en su camino. Tan ocupado estaba en esa empresa que descuidó la administración de la hacienda familiar, la casa y sus diversas obligaciones. Únicamente se ocupó, desde el principio de su matrimonio, de los abigeos, bandidos y atracadores que afectaban sus negocios, sin mucho éxito aparentemente. Pronto, los antaño boyantes negocios de su mujer empezaron a escorar, a pesar de que afirmaba que él estaba firme al mando de un barco de gran calado; que se trataba de contratiempos pasajeros; y que podía enfrentar una tormenta perfecta para salir victorioso. Nadie sabe con precisión el origen de las marítimas parábolas, pues nunca fue marinero ni pescador, mucho menos timonel de un barco de mediana envergadura, por lo que se presupone que fueron producto de sus febriles delirios, en los que su calidad de héroe, hombre pío, generoso y valiente, de acuerdo a su exultante opinión de sí mismo, se hacían realidad. Sin mesura ni remordimiento, continuó con el dispendioso tren de su nueva vida, repartiendo a manos llenas la fortuna de la Señora entre familiares, amigos, cómplices y aliados, a pesar de que ésta mermaba vertiginosamente. Los viejos del pueblo decían que era natural, pues él no contribuyó con ningún esfuerzo al amasamiento de la fortuna que disfrutaba impúdicamente. En cambio, a peones, mozos, caballerangos, artesanos y demás integrantes de su empobrecido séquito, les escatimaba, sin rubor alguno, los exiguos emolumentos a los que tenían derecho, así como sus salarios y beneficios que la Señora otorgaba: casa, sustento, protección y médicos. En suma, los sometió a un régimen de injusticias y quebrantos de todo tipo. Pero su ánimo se tornaba más traicionero, su humor más vengativo, sus rencores más oscuros. No encontraba la plenitud, pues los compromisos que adquirió para encumbrarse le asfixiaban; los acreedores se desesperaban y le negaban créditos; el sosiego no llegaba; y el triunfo adquiría un amarguísimo sabor, cual cinabrio mortal.


El trepador, determinado a lavar las múltiples afrentas, reales o ficticias, que a diario sufría, y demostrarle al mundo que no era el Don Nadie que todos aseguraban que era, se sumió una tarde en un duermevela, del que salió cuando, entre brumas somnolientas, vio por el pasillo la rolliza figura de un ser al que despreciaba profundamente: la Hija. Sí, la Hija que se había opuesto a su matrimonio, la misma que se alió con sus más mortales enemigos; aquella que, a pesar de haber guardado un perfil sigiloso en las intrigas palaciegas, era una soterrada y obcecada detractora de Tinterillo; la Hija a quien hacía tiempo no veía, pues habíase ido a un internado. En ese momento decidió que ella no viviría más; que su fortuna la repartiría entre sus cómplices y acreedores; y que finalmente saciaría su enfermizo odio hacia ella. Conocía los riesgos, pero la ponzoña que bullía en su cuerpo, la ambición que enturbiaba su razón y la congoja que le producían los reclamos económicos de sus cómplices eran suficientes para que procediera. Además, la Señora ya mostraba signos de decrepitud, por lo opondría poca resistencia, incluso si se enteraba de la conjura en contra de su descendiente.


Dado que se consideraba un buen hijo de Dios, le pidió al Supremo una señal para llevar a cabo sus maléficos y enfermizos planes de venganza. Rezó, exigió, demandó la respuesta del Altísimo, pero ésta no llegaba. Algunas consejas dicen que fue el picapleitos que tenía a su servicio quien le dio la idea; otros dicen que fue el capataz, considerado por algunos su alter ego; otras aseguran que el mérito fue de su mozo de armas; las menos, que finalmente El Creador le reveló en un sueño el camino a seguir. Lo único que se sabe de cierto es que en el otoño la calamidad cayó sobre la mimada Hija a la que odiaba tanto.


Al finalizar el estío de ese año, durante uno de los tantos aquelarres a los que ahora asistía asiduamente, el otrora sirviente urdió con los confabulados de siempre el plan para eliminar a la Hija. La maquinación iba viento en popa, como le gustaba decir al flamante marino que no navegaba, pero los humores de las ambrosías y los néctares pronto los hicieron desatinar. Todo lo que recordaban al día siguiente es que debían esperar el más mínimo pretexto, el más ínfimo desliz de la Hija para asestar el golpe mortal, sin preocuparse demasiado por los detalles, ya que el cinismo y la impunidad de la que gozaban los animaba.


El momento llegó pronto: la Hija se dejó seducir durante una festividad muy importante por un contumaz anciano que tuvo los arrestos suficientes para dejarla grávida.Tinterillo de inmediato procedió a llevar la noticia a la senil Señora; apeló al honor y la virtud; hizo apología de la decencia; vilipendió a la Hija y fustigó sus excesos; la calificó de onerosa, parásita y desleal; y antes de que su madre pudiera replicar, remató su perorata con un atípico pero contundente: ¡Y te vas de la casa!


El alboroto fue tremendo no solamente esa noche, pues también los días subsiguientes se llenaron de gritos, amenazas, tumultos, vocinglerías y barullo. Tanta bulla se ha hecho que la historia no ha terminado de escribirse, por lo que el desenlace aún está siendo actuado por Tinterillo, la Señora, la Hija y todos los personajes, involucrados y por involucrarse.


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1 comentario:

Don Rul dijo...

Ja. Muy buen poust. Creo que el tema y sus protagonistas no justifican tanto trabajo, pero está muy divertido y muy bien escrito.
Gracias por tus comentarios en mi innombrable.
Saludos.