Hace unos días pasé frente a un grupo de jóvenes que estaban reunidos en
una esquina, cuyas edades calculo que estaban entre los doce y
dieciséis años. Un abigarrado conjunto de casi niños, de incipientes
mujeres y hombres. Su aspecto denotaba claramente su situación de vida:
dificultades económicas, marginación, segregación social, opciones
educativas de baja calidad, etcétera. En suma, su alta vulnerabilidad en
una sociedad con una lacerante desigualdad.
¿Cuál puede ser su
expectativa del futuro, qué posibilidades tienen para integrarse a los
mercados laborales? Con preocupación y tristeza pensé que algunos de
ellos (tal vez muchos) acabarían en las garras de las adicciones, la
criminalidad, la violencia y la economía informal.
Como sociedad
les hemos fallado, nos hemos fallado a nosotros mismos. Les estamos
empujando a un futuro sin movilidad social que les dé la esperanza de
mejorar sus condiciones de vida; les ofrecemos un mercado laboral
precario, sin seguridad social, sin prestaciones, con salarios indignos,
sin contratos, sin estabilidad ni protección. Los ponemos al borde del
precipicio social con pocas o nulas ofertas de cultura, ciencia, arte,
educación, entretenimiento, salud y justicia. Les enseñamos que el
cinismo, el provecho personal de los bienes públicos, la ilegalidad, la
corrupción y el apropiamiento indebido son las mejores opciones para
progresar, pues la impunidad está casi garantizada. Saben, o pronto lo
harán, que se mata porque se puede, porque no hay consecuencias, porque
es fácil. Les demostramos que las instituciones son poco confiables, que
la procuración de justicia es facciosa, que el servicio público es para
servirse de él; que la Constitución es letra muerta, que los derechos
están ahí pero es difícil obtenerlos.
Los gandallas prosperan; ser
honesto es idiota, es un lastre para progresar. Le regateamos el
presupuesto a la educación pública, la ciencia y la tecnología, pero lo
entregamos a manos llenas a partidos políticos, esos que han hecho de la
mentira su modus operandi, los que nos mean y dicen que está lloviendo,
los que no nos representan pero exigen nuestro dinero para asegurarse
trenes de vida fastuosos, insultantes, faraónicos.
Les escamoteamos
el civismo, la ética, la filosofía de sus planes de estudio y nos
escandalizamos con los resultados, culpándoles, victimizándolos y,
claro, revictimizándolos en su momento. Porque la culpa es de ellos,
porque el cambio está en uno mismo y son pobres porque quieren, porque
no trabajan lo suficiente, porque todo lo quieren gratis.
Les
entregamos un país hecho jirones y les exigimos que hagan maravillas con
eso. Les legamos una patria sin recursos naturales pues la modernidad
exige entregarlos al mejor postor. Les exigimos licenciaturas y
posgrados para tener sueldos que les permitan apenas sobrevivir. Les
damos el ejemplo de que la dignidad es una mercancía.
El machismo
es aceptable, la violencia de género siempre es culpa de ellas; la
violación se la buscaron las mujeres por livianas y veleidosas, pues
incluso la disfrutan. No existe el consentimiento, “no” es “sí”, sí
quieren pero se hacen las difíciles; las que se salen del redil son
feminazis, machorras, lesbianas, malcogidas; les hace falta un hombre.
¿Qué opciones de futuro les ofrecemos?
Seguí mi camino pero persiste el recuerdo del grupo en esa esquina, sus rostros aún infantiles.
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